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Entre la vorágine y el mareo de contenidos e informaciones que diariamente son colocadas en la comunicación hegemónica con la que tenemos que convivir, se hace difícil muchas veces sostener y rescatar la noción de Pueblo como un sujeto activo que aprende todos los días a transformar la realidad. También queda oculta esa experiencia de “Pueblo-sin-miedo” que fuimos experimentando en varios momentos de nuestra historia, y que tomó una forma particular en el proceso que protagonizamos hacia aquel 2001, tan presente en nuestros debates.

La palabra “Pueblo” es misteriosa. “Polisémica”, dirían los eruditos; evoca demasiadas cosas. Como cualquier “sustantivo”, observaría una maestra, puede ser usado como sujeto en una oración, si ejerce la acción del verbo, o como objeto directo, si la recibe.

Pero creer en la palabra "Pueblo" como sujeto de las oraciones y no sólo como "objeto directo" de lo que otros hacen, es adentrarse en un camino inquietante. Tiene algo de temerario, de “subversivo”. Concebir, decidir que el Pueblo tiene palabras, en el sentido de que formula proposiciones, y que “tiene palabra” en la acepción de que ejerce compromisos, significa creer en la existencia de una subjetividad colectiva (y múltiple) que vive antes, durante y después de nosotros como individuos.

Es vistoso para la retórica, pero exigente si uno se hace cargo de lo que significa. Redefine la visión del mundo y de la existencia, en tanto está a cierta distancia de lo que significa la “clase” o incluso la “mayoría”. La palabra “Pueblo” puede ser “ambigua” para algunos, pero a otros nos habla de la posibilidad de una subjetividad colectiva en camino. “Llevo en mis oídos la más maravillosa música, que, para mí, es la Palabra del Pueblo Argentino” es una hermosa frase de Juan Domingo Perón, pero, sobre todo, una provocación audaz, un programa inconcluso, aún abierto, interesadamente silenciado por todo el Poder instituído.

Es decir, implica creer que existe una "persona" colectiva que de algún modo nos precede (algo parecido al "espìritu de la tierra" del que hablaba Scalabrini Ortiz) , nos promueve, nos incluye y nos continùa, y que articula nuestras individualidades, también valiosas. No es tampoco una "esencia" mágica y eterna; hay Pueblos que han desaparecido. Es una apuesta, porque llevamos las contradicciones y los vacíos con nosotros-individuos ; podemos decidir que no exista; es una de esas encrucijadas en las que la fe de cada uno es clave. Si creés que sos Pueblo y lo disfrutás, el Pueblo existe más, y vos también. Pero puede suceder lo contrario.

Si no se la confina exclusivamente al terreno de lo “mágico”, como suele suceder, la noción de “Pueblo” solo es inteligible en prácticas colectivas. Esa es otra de sus “molestas” connotaciones; exige la tensión permanente hacia una ampliación de lo que llamamos “democracia”. Implica asumir que la Democracia, más que la puesta en práctica de tal o cual sistema normativo, es una búsqueda cultural que debe estar sujeta a continuas mejoras, aperturas e interpelaciones cotidianas.

Exige ver de otro modo al conflicto social, también. Quien cree en el Pueblo como sujeto hacedor, puede ver, en el conflicto social, no exclusivamente una disfunción del sistema, o la manifestación “epidérmica” de pujas de poder entre organizaciones diferentes, sino la oportunidad y el punto de partida para un avance popular hacia una mayor igualdad. Oportunidad que sólo se realiza, por supuesto, si el conflicto es resuelto por el Pueblo organizado. Implica, además, valorar positivamente todas las formas de organización popular, incluida la amistad, que es la más antigua de todas, y pasando por todas las experiencias de articulación existentes, con independencia de los acuerdos ideológicos que podamos tener o no con ellas. Implica tenerles respeto y cariño a esas variadas formas organizativas.

También obliga a problematizar la noción de “Unidad Popular”. Quien cree en el Pueblo “hacedor” ya no puede ser indiferente frente al concepto de “Unidad Popular”. Ésta se convierte así en toda una prioridad de vida, que necesita corporizarse para enfrentar cotidianamente a la “unidad” de la energía que nos explota, que nos fragmenta, que nos divide, que nos distrae y que nos reprime. La “Unidad Popular” como aquel valor político dado por el grado de cohesión local, regional y nacional de los sectores populares y sus diferentes expresiones sociales e institucionales, en relación a un determinado análisis de la realidad, unas prioridades y una acción conjunta, colectiva y “democrática”. Nótese que estamos diciendo “sus diferentes expresiones sociales e institucionales”; es el debate sobre si la “unidad popular” es equivalente como idea al “unicato organizativo-institucional”, o no, una discusión que tomó un color diferente después de la Caída del Muro en el mundo, y de la traición del Peronismo en estos pagos.

“Unidad Popular” que por un lado es imprescindible para lograr lo que ese “Pueblo hacedor” necesita, y que, por el otro, no se realiza espontáneamente. Esa noción, ligada a lo colectivo y a la “experiencia de Pueblo”, “Sin Miedo”, “Hacedor”, es la preocupación ideológica central de la cultura dominante, su pesadilla recurrente. La evolución posible de fenómenos de auto-constitución popular como el que se corporizó en el 17 de Octubre de 1945 y en el 2001 en nuestro país, como el de los “Pueblos originarios” en Bolivia y latinoamérica, el de los estudiantes en Chile, de los trabajadores, de los “indignados” en España, por poner algunos ejemplos, es la angustia cotidiana de todo lo instituído.

Por diferentes vías, se intenta que la menor cantidad posible de gente incorpore una perspectiva de Pueblo-sin-miedo , que tenga contenidos propios y autónomos del mero discurso y de las prácticas de representación.

Aquí en Latinoamérica, ese objetivo del Poder es muy visible: convertir el espacio público, el trabajo y la convivencia en un escenario “politizado” por las fuerzas del Mercado y del Consumo, obligarnos a transportarnos como animales enjaulados, a agredirnos cotidianamente por la calle, es, además de una estrategia de explotación, parte del dispositivo ideológico y pedagógico necesario para alejarnos de la “experiencia de Pueblo-sin-Miedo”. Si queda algo de ese espíritu en el corazón de alguien al final del día, será atacado en los medios masivos, a través de una programación que exacerbe la pulsión por eliminar a los competidores, por la violencia autodestructiva. Para los más resistentes, los que a pesar de todo crean en los cambios producidos por las mayorías, se generan una batería interminable de insumos culturales y académicos que distraen o explican que la noción de “Pueblo” o es una construcción virtual (como en la “Matrix”) o sólo es útil para sustentar representaciones personales que compitan entre sí por el control de lo estatal.

Y si, a pesar de todo, la potencia de esa experiencia persiste, quedan los mil modos de intentar que esa posibilidad se frustre, a través de la fragmentación de sus núcleos de vida primero, o de la represión que sea necesaria después.

No vaya a ser que descubramos y hagamos propia, en la experiencia diaria, la visión de que fueron “Pueblos” y construcciones colectivas las que impulsaron las revoluciones, los procesos transformadores de largo aliento, las culturas sobrevivientes y las milenarias. Hasta las legislaciones formales “progresistas” fueron conquistas populares; fue una iluminación para nosotros aprender que, por ejemplo, las “Constituciones Sociales” que se crearon en la primera mitad del siglo XX en todo el mundo se iniciaron en 1917 en la revolución mexicana, de la mano de la revuelta campesina zapatista (aún contra la opinión de abogados y juristas del poder instituído), y llegaron a la Argentina en el 1949 por la lucha de los trabajadores durante décadas.